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“¡Qué día de porquería!”, pensó. Lo quiso gritar, quería que todos los que estaban a su alrededor supieran lo que sentía en ese momento, pero prefirió guardárselo. No era muy normal estar gritando en medio de una calle como un desaforado, por haber tenido un mal día. Sólo se limitó a ver la gente pasar; la mayoría eran jóvenes de su misma edad, pero en distinta situación. Ellos iban, y él se quedaba. Ellos se divertían, hacían bromas, y él, no. Ellos vestían bien, usaban lo que querían y a él le imponían esa gorra de la pizzería... “No la soporto más, me hace transpirar todo. ¿Qué mirás? ¿Nunca viste a alguien con una gorra? ¡Salame! ¿Por qué se le ocurrió que teníamos que llevar una? Con la remera como propaganda era suficiente. Si por lo menos la gorra tuviera onda. ¡Pero no!, a él no le importa que nosotros nos veamos ridículos. Está insoportable, ¿cuánto hará, 30 ó 31 grados? Hoy me voy a cocinar. Paciencia, paciencia que ya terminamos ”.
Las agujas del reloj marcaban casi las doce de la noche. Las calles de Recoleta comenzaban a deshabitarse de sus habituales peatones, para dejar paso a los habitantes nocturnos. Esbozó una pequeña sonrisa, la primera del día. La remera blanca completamente húmeda con el logo de “Pizza_Rap”, se adhería a su delgado cuerpo. Con dos dedos de su mano izquierda se la desprendía, pero luego de un momento, volvía a ser parte de él. La gorra roja, con visera azul, hacía malabares en su cabeza para evitar caer a tierra.
Lucas estaba a punto de cumplir su sexto mes como repartidor de pizzas. El trabajo no era malo, pero tampoco era lo ideal. Trataba de no quejarse, porque a su edad era muy difícil que alguien le ofreciera algo mejor. Lo había conseguido de casualidad, una vez, mientras caminaba por el barrio. Le gustaba caminar por Recoleta, pasearse por las calles y mirar los locales, la gente. Mientras lo hacía pasó por la puerta de la pizzería. Un Cartel le llamó la atención: “SE NECESITA CADETE”. Casi sin dudarlo, entro, no es que estuviera buscando trabajo, pero sabía que eso podía ser de gran ayuda. En sólo cinco minutos, el trabajo fue suyo. Nunca supo si lo consiguió porque daba imagen de persona responsable, o porque había estado en el lugar correcto en el momento justo. Suponía que era la segunda, pero no era algo que lo desvelaba. Estaba contento con el trabajo y con tener algo de dinero en el bolsillo. El horario no era malo, entraba a las siete y casi siempre a la medianoche ya estaba libre. Los lunes era el único día que no trabajaba, “igual que los peluqueros”, contestaba cada vez que le preguntaban por qué lo había elegido. Le pagaban treinta pesos el día, y con las propinas, en los mejores meses, llegaba casi a los mil cuatrocientos, lo suficiente para ayudar en su casa. El único problema del trabajo era que los pedidos los tenían que llevar a pie. Nada de motos, demasiado peligroso, decía su jefe cuando le insistían que comprara un ciclomotor. Lucas, además, concurría al colegio; intentaba terminar el segundo año del secundario. Era inteligente, pero trabajar tanto había hecho que le quedaran un par de materias en diciembre: historia y literatura. Pero no se preocupaba, sabía que las podía dar bien con estudiar un poco.
La pizzería hacía más de un año que estaba enclavada en el barrio. El local no era muy grande, pero el cartel luminoso que le habían puesto llamaba la atención. El lugar era el ideal: una zona de gente con buena posición económica. “Pizza-Rap” tenía una clientela fija muy importante, a pesar de sus precios bastantes elevados. Los días de mayor venta eran los sábados; por ser viernes, la clientela había superado el promedio habitual.
“Ya son las doce, no me dan más las piernas... ¿cuántos pedidos hice hoy?, ¿quince..., veinte?”
Su mano no tardó en ir hacia el bolsillo del pantalón de jean gastado. Tanteó los billetes arrugados y las monedas y los sacó. Para su desilusión, las monedas eran mayoría. Respiró hondo y comenzó el ritual de contar la propina. Mientras lo hacía, recordó su cara, ésa que surge cada vez que se abre la puerta de un cliente y repasó mentalmente su “chamuyo” tonto y aburrido para tratar de sacar alguna sonrisa y una buena propina... “Buenas noches, acá le traigo la pizza calentita, vine rápido para que no se le enfriara. Con este calor no se puede estar en la calle...”. Pero su discurso ya no tenía la misma eficacia que antes y había gente que ahora le respondía con indiferencia y le cerraba la puerta en la cara. “Me parece que voy a tener que cambiar la estrategia. Así no puedo seguir, ya la gente no me dice ni siquiera gracias, son todos unos ratones. Pero lo peor es cuando llueve. Salen con esa cara de recién levantados y preguntan tontamente... ¿llueve afuera?, no señor, yo me baño con la ropa puesta... no señor, me escupió un ángel...”.
Volvió a meter la mano en su bolsillo para percatarse de que nada había quedado sin contar. Sólo encontró una moneda en desuso. Con asombro y bronca descubrió que la propina apenas alcanzaba los seis pesos, se dio cuenta de que no era su día, generalmente los fines de semana no bajaba de los doce. Su impotencia fue interrumpida por los pasos lentos y pesados del “Gordo” saliendo de la pizzería. Según Lucas, uno no podía tener una conversación con el “Gordo”, no porque nunca tuviese nada interesante para contar, sino porque el único que hablaba era él...
_ ¿Cuánto hiciste hoy? – preguntó el Gordo, mientras trataba de mirar la mano de Lucas.
_ Casi seis... – Lucas respondió resignado.
_ ¿Casi seis? ¿Nada más?, qué mal te veo. Estamos en decadencia, Lucas. ¡Seis pesos! ¡Con el laburo que tuvimos hoy! ¡Te durmieron! Si seguís así no vas a tener ni para el “bondi” de la semana. ¡Con todos los pedidos que hicimos! ¡A mí por poco se me gastan las suelas de las “zapas”. – el Gordo meneó varias veces la cabeza y continuó _ Flojo, flojito lo tuyo. En cambio lo mío... ¿Sabés a quién le llevé pedido hoy, chabón?
_ No, ¿a quién? – dijo sin otra salida Lucas.
_ A la modelo de la propaganda del teléfono celular que sale en la tele. ¿La ubicás? _ Lucas puso cara de desinterés, pero sabía de quién hablaba _ Está todo la ciudad llena de afiches con la cara de la diosa ésa. ¡No sabés lo que es! Viste que las modelos parecen todas unas diosas, y después cuando las ves sin reboque, son todas una tablas, flaquitas, parece que comen nada más que en su cumpleaños. Pero esta... ¡un minón infernal! Aparte me dejó cinco pesos de propina. Linda y generosa. – el Gordo sonrió como un galán de telenovela mexicana y le habló en voz baja a Lucas – Esto te lo cuento a vos y muere con nosotros, ¿eh? Se ve que tenía una fiesta porque estaba lleno de modelos, una más linda que la otra. Rubias, morochas, pelirrojas. Después de eso no quería laburar más y encima, de las chicas, pasé a mirar al pelado este. ¿Pero qué pasó? A las dos horas tuve que volver porque querían más pizzas. Podés creer que después estaban todas de baby _ doll, ¡por poco me muero! – Lucas ni se inmutaba con el relato _ ¡De baby doll! ¡De camisón! ¿Entendés? ¡Para qué! Estoy en el paraíso, pensé. Decí que estaba a pleno con el laburo, porque si no, me quedaba ahí. Y la última fue que la diosa me quiso dar más propina y le dije que no, que mirarla a los ojos era la mejor propina que podía tener. Después que le dije eso, todas sus amiguitas gritaron a coro “¡¡¡eeeeehhhh!!!”. ¡La minita no sabía dónde meterse! ¡La maté! ¿Estuve o no estuve bien?
“Pero que te hacés el agrandado “Gordo”, a vos te dan más propina porque ven tu tamaño y se compadecen de tus viejos por lo que comés... y el verso de las modelos ya es la tercera vez que me lo hacés, ¿vos te crees que soy gil yo?”
_ Que suerte que tenés... – dijo Lucas.
_ ¿Suerte?, la suerte es para los mediocres. Yo estoy “dulce”, “Luquitas”. La estoy levantando con pala. La modelito al final me dio cinco pesos más, porque según ella, nadie le había dicho algo tan lindo en toda su vida... y yo la agarré, porque la guita nunca se desprecia. ¿Sabés qué? Me anoté la dirección de la casa en la comanda, calidad total lo mío. Un día de estos, me pongo el perfume importado, y le hago una visita. – repentinamente y como una bendición el “Gordo” frenó su monólogo, pero fue sólo por un instante...
_ Hablando de mujeres, ¿y tu novia?, la rubiecita esa que vino la semana pasada, linda la flaquita, ¿cómo hiciste para que te diera bola?, ¿tiene problemas en la vista?...
Su cabeza giró con enorme velocidad y sus ojos se clavaron en los del “Gordo” como dos puñales, mientras éste se reía. Como siempre y sin quererlo, había hablado de más y eso le fascinaba, por eso insistió....
_ Lucas... ¿me escuchaste?, te pregunté por tu novia., ¿o te peleaste?...
“Si, te escuché. ¿Cómo no te voy a escuchar si soy el único que tiene que aguantarte? Cada vez que hablás, me taladrás el oído y encima ahora te metés en la vida de los demás. Pero no creas que mi paciencia es infinita, algún día te voy a bajar los dientes así no hablás más y ése día me parece que llegó, ése día es hoy...”.
Como la campana que salva al boxeador casi noqueado y a punto de ser golpeado por enésima vez por esa terrible derecha, la voz ronca del jefe se escuchó desde dentro del local...
_ A ver si nos dejamos de hablar ahí afuera y viene uno para acá que tenemos un pedido...
- Te están llamando, yo hice el último y éste te corresponde. A lo mejor con eso aumentás la propina “pedorra” que tenés... y no hace falta que me agradezcas, para eso están los amigos. Tranquilo Lucas, son rachas, positivo, hay que ser positivo, porque si uno es positi...
Caminó hacia el local, apretando sus puños con fuerza, mientras escuchaba a sus espaldas al “Gordo”. El jefe, que ocultaba su calvicie con la gorra de la pizzería, era un hombre de cincuenta años, de ojos saltones y cejas gruesas, preocupado solamente por el incremento del capital de su negocio. Cada vez que hacía la caja, parecía que sus ojos iban a salir de sus órbitas, como si fueran los de un perro pequinés. Contaba los billetes con agilidad, cuando pasaba uno de $100 por su mano, daba un pequeño golpe con uno de sus dedos en el mostrador. A Lucas le gustaba mirarlo cuando hacía eso, a veces se quedaba apartado y ponía su atención en los golpes. No era un mal jefe, quizás un poco exigente, “hincha pelotas”, decía Lucas, pero los había peores. Mientras guardaba la pizza en la caja de cartón y contaba las aceitunas, Lucas levantó la vista y descubrió que el reloj de plástico de la pared marcaba ya las doce y cuarto de la noche... “Las doce y cuarto, ¿pero quién se cree que es el pelado?, nosotros entregamos pedidos hasta las doce. De nuevo te estás yendo de mambo pelado y encima con este calor... esta vez me niego a ir, ni en pedo me mueven de acá”
_ Acá tenés el vuelto, Lucio.
_ Lucas.
_ ¿Qué dijiste? – preguntó el jefe.
_ Que soy Lucas, no Lucio.
_ Bueno, más o menos, Lucio, Lucas, Leonardo, con L era. Acá tenés la pizza, es en Vicente López al 2000. Apuráte en ir así después cuando volvés, comés y te podés ir. – dijo rápidamente su jefe.
_ Pero...
_ ¿Qué?
“Ya son las doce. No lo voy a hacer”.
_ ¿Este es el último? – preguntó tímidamente Lucas.
_ Sí, dale, movete que la pizza llega fría y no zarandees la caja cuando caminés, que se va toda la muzarella para un lado y después no se puede comer y recibimos quejas. ¡Movete Lucio!
“Soy Lucas, pelado botón”.