¿Qué pasaría si tu vida aburrida cambiara a partir la búsqueda mas peligrosa que hayas tenido? Una novela para jovenes que te atrapará de principio a fin... acercate... se vos tambien parte de La Búsqueda.

lunes, 11 de abril de 2011

Capítulo 1 (primera parte)

1

¡Qué día de porquería!”, pensó. Lo quiso gritar, quería que todos los que estaban a su alrededor supieran lo que sentía en ese momento, pero prefirió guardárselo. No era muy normal estar gritando en medio de una calle como un desaforado, por haber tenido un mal día. Sólo se limitó a ver la gente pasar; la mayoría eran jóvenes de su misma edad, pero en distinta situación. Ellos iban, y él se quedaba. Ellos se divertían, hacían bromas, y él, no. Ellos vestían bien, usaban lo que querían y a él le imponían esa gorra de la pizzería... “No la soporto más, me hace transpirar todo. ¿Qué mirás? ¿Nunca viste a alguien con una gorra? ¡Salame! ¿Por qué se le ocurrió que teníamos que llevar una? Con la remera como propaganda era suficiente. Si por lo menos la gorra tuviera onda. ¡Pero no!, a él no le importa que nosotros nos veamos ridículos. Está insoportable, ¿cuánto hará, 30 ó 31 grados? Hoy me voy a cocinar.  Paciencia, paciencia que ya terminamos ”.
            Las agujas del reloj marcaban casi las doce de la noche. Las calles de Recoleta comenzaban a deshabitarse de sus habituales peatones, para dejar paso a los habitantes nocturnos. Esbozó una pequeña sonrisa, la primera del día. La remera blanca completamente húmeda con el logo de “Pizza_Rap”, se adhería a su delgado cuerpo. Con dos dedos de su mano izquierda se la desprendía, pero luego de un momento, volvía a ser parte de él. La gorra roja, con visera azul, hacía malabares en su cabeza para evitar caer a tierra.
Lucas estaba a punto de cumplir su sexto mes como repartidor de pizzas. El trabajo no era malo, pero tampoco era lo ideal. Trataba de no quejarse, porque a su edad era muy difícil que alguien le ofreciera algo mejor. Lo había conseguido de casualidad, una vez, mientras caminaba por el barrio. Le gustaba caminar por Recoleta, pasearse por las calles y mirar los locales, la gente. Mientras lo hacía pasó por la puerta de la pizzería. Un Cartel le llamó la atención: “SE NECESITA CADETE”. Casi sin dudarlo, entro, no es que estuviera buscando trabajo, pero sabía que eso podía ser de gran ayuda. En sólo cinco minutos, el trabajo fue suyo. Nunca supo si lo consiguió porque daba imagen de persona responsable, o porque había estado en el lugar correcto en el momento justo. Suponía que era la segunda, pero no era algo que lo desvelaba. Estaba contento con el trabajo y con tener algo de dinero en el bolsillo. El horario no era malo, entraba a las siete y casi siempre a la medianoche ya es­taba libre. Los lunes era el único día que no trabajaba, “igual que los peluqueros”, contestaba cada vez que le preguntaban por qué lo había elegido. Le pagaban treinta pesos el día, y con las propinas, en los mejores meses, lle­gaba casi a los mil cuatrocientos, lo suficiente para ayudar en su casa. El único problema del trabajo era que los pedidos los tenían que llevar a pie. Nada de motos, demasiado peligroso, decía su jefe cuando le insistían que comprara un ciclomotor. Lucas, además, concurría al colegio; intentaba terminar el segundo año del secunda­rio. Era inteligente, pero trabajar tanto había hecho que le quedaran un par de materias en diciembre: historia y lite­ratura. Pero no se preocupaba, sabía que las podía dar bien con estudiar un poco.
La pizzería hacía más de un año que estaba enclavada en el barrio. El local no era muy grande, pero el cartel luminoso que le habían puesto llamaba la atención. El lugar era el ideal: una zona de gente con buena posición económica. “Pizza-Rap” tenía una clientela fija muy im­portante, a pesar de sus precios bastantes elevados. Los días de mayor venta eran los sábados; por ser viernes, la clientela había superado el promedio habitual.
Ya son las doce, no me dan más las piernas... ¿cuántos pedidos hice hoy?, ¿quince..., veinte?
            Su mano no tardó en ir hacia el bolsillo del pantalón de jean gastado. Tanteó los billetes arrugados y las monedas y los sacó. Para su desilusión, las monedas eran mayoría. Respiró hondo y comenzó el ritual de contar la propina. Mientras lo hacía, recordó su cara, ésa que surge cada vez que se abre la puerta de un cliente y repasó mentalmente su “chamuyo” tonto y aburrido para tratar de sacar alguna sonrisa y una buena propina... “Buenas noches, acá le traigo la pizza calentita, vine rápido para que no se le enfriara. Con este calor no se puede estar en la calle...”. Pero su discurso ya no tenía la misma eficacia que antes y había gente que ahora le respondía con indiferencia y le cerraba la puerta en la cara. “Me parece que voy a tener que cambiar la estrategia. Así no puedo seguir, ya la gente no me dice ni siquiera gracias, son todos unos ratones. Pero lo peor es cuando llueve. Salen con esa cara de recién le­vantados y preguntan tontamente... ¿llueve afuera?, no señor, yo me baño con la ropa puesta... no señor, me escupió un ángel...”.
            Volvió a meter la mano en su bolsillo para percatarse de que nada había quedado sin contar. Sólo encontró una moneda en desuso. Con asombro y bronca descubrió que la propina apenas alcanzaba los seis pesos, se dio cuenta de que no era su día, generalmente los fines de semana no bajaba de los doce. Su im­potencia fue interrumpida por los pasos lentos y pesados del “Gordo” saliendo de la pizzería. Según Lucas, uno no podía tener una conversación con el “Gordo”, no porque nunca tuviese nada interesante para contar, sino porque el único que hablaba era él...
_ ¿Cuánto hiciste hoy? – preguntó el Gordo, mientras trataba de mirar la mano de Lucas.
_ Casi seis... – Lucas respondió resignado.
_ ¿Casi seis? ¿Nada más?, qué mal te veo. Estamos en decadencia, Lucas. ¡Seis pesos! ¡Con el laburo que tuvimos hoy! ¡Te durmieron! Si seguís así no vas a tener ni para el “bondi” de la semana. ¡Con todos los pedidos que hicimos! ¡A mí por poco se me gastan las suelas de las “zapas”. – el Gordo meneó varias veces la cabeza y continuó _ Flojo, flojito lo tuyo. En cambio lo mío... ¿Sabés a quién le llevé pedido hoy, chabón?
_ No, ¿a quién? – dijo sin otra salida Lucas.
_ A la modelo de la propaganda del teléfono celular que sale en la tele. ¿La ubicás? _ Lucas puso cara de desinterés, pero sabía de quién hablaba _ Está todo la ciudad llena de afiches con la cara de la diosa ésa. ¡No sabés lo que es! Viste que las modelos parecen todas unas diosas, y después cuando las ves sin reboque, son todas una tablas, flaquitas, parece que comen nada más que en su cumpleaños. Pero esta... ¡un minón infernal! Aparte me dejó cinco pesos de propina. Linda y generosa. – el Gordo sonrió como un galán de telenovela mexicana y le habló en voz baja a Lucas – Esto te lo cuento a vos y muere con nosotros, ¿eh?  Se ve que tenía una fiesta porque estaba lleno de modelos, una más linda que la otra. Rubias, morochas, pelirrojas. Después de eso no quería laburar más y encima, de las chicas, pasé a mirar al pelado este. ¿Pero qué pasó? A las dos horas tuve que volver porque querían más pizzas. Podés creer que después estaban todas de baby _ doll, ¡por poco me muero! – Lucas ni se inmutaba con el relato _ ¡De baby doll! ¡De camisón! ¿Entendés? ¡Para qué! Estoy en el paraíso, pensé. Decí que estaba a pleno con el laburo, porque si no, me quedaba ahí. Y la última fue que la diosa me quiso dar más propina y le dije que no, que mirarla a los ojos era la mejor propina que podía tener. Después que le dije eso, todas sus amiguitas gritaron a coro “¡¡¡eeeeehhhh!!!”. ¡La minita no sabía dónde meterse! ¡La maté! ¿Estuve o no estuve bien?
Pero que te hacés el agrandado “Gordo”, a vos te dan más propina porque ven tu tamaño y se compadecen de tus viejos por lo que comés... y el verso de las modelos ya es la tercera vez que me lo hacés, ¿vos te crees que soy gil yo?
_ Que suerte que tenés... – dijo Lucas.
_ ¿Suerte?, la suerte es para los mediocres. Yo estoy “dulce”, “Luquitas”. La estoy levantando con pala. La modelito al final me dio cinco pesos más, porque según ella, nadie le había dicho algo tan lindo en toda su vida... y yo la agarré, porque la guita nunca se desprecia. ¿Sabés qué? Me anoté la dirección de la casa en la comanda, calidad total lo mío. Un día de estos, me pongo el perfume importado, y le hago una visita. – repentinamente y como una bendición el “Gordo” frenó su monólogo, pero fue sólo por un instante...
_ Hablando de mujeres, ¿y tu novia?, la ru­biecita esa que vino la semana pasada, linda la flaquita, ¿cómo hiciste para que te diera bola?, ¿tiene problemas en la vista?...
Su cabeza giró con enorme velocidad y sus ojos se clavaron en los del “Gordo” como dos puñales, mientras éste se reía. Como siempre y sin quererlo, había hablado de más y eso le fas­cinaba, por eso insistió....
_ Lucas... ¿me escuchaste?, te pregunté por tu novia., ¿o te peleaste?...
Si, te escuché. ¿Cómo no te voy a escuchar si soy el único que tiene que aguantarte? Cada vez que hablás, me taladrás el oído y encima ahora te metés en la vida de los demás. Pero no creas que mi paciencia es infinita, algún día te voy a bajar los dientes así no hablás más y ése día me parece que llegó, ése día es hoy...”.
            Como la campana que salva al boxeador casi no­queado y a punto de ser golpeado por enésima vez por esa terrible derecha, la voz ronca del jefe se escuchó desde dentro del local...
_ A ver si nos dejamos de hablar ahí afuera y viene uno para acá que tenemos un pedido...
-  Te están llamando, yo hice el último y éste te corres­ponde. A lo mejor con eso aumentás la propina “pedorra” que tenés... y no hace falta que me agradezcas, para eso están los amigos. Tranquilo Lucas, son rachas, positivo, hay que ser positivo, porque si uno es positi...
Caminó hacia el local, apretando sus puños con fuerza, mientras escuchaba a sus espaldas al “Gordo”. El jefe, que ocultaba su calvicie con la gorra de la pizzería, era un hombre de cincuenta años, de ojos saltones y cejas gruesas, preocupado solamente por el incremento del capital de su negocio. Cada vez que hacía la caja, parecía que sus ojos iban a salir de sus órbitas, como si fueran los de un perro pequinés. Contaba los billetes con agilidad, cuando pasaba uno de $100 por su mano, daba un pequeño golpe con uno de sus dedos en el mostrador. A Lucas le gustaba mirarlo cuando hacía eso, a veces se quedaba apartado y ponía su atención en los golpes. No era un mal jefe, quizás un poco exigente, “hincha pelotas”, decía Lucas, pero los había peores. Mientras guardaba la pizza en la caja de cartón y contaba las aceitunas, Lucas levantó la vista y descubrió que el reloj de plástico de la pared marcaba ya las doce y cuarto de la noche... “Las doce y cuarto, ¿pero quién se cree que es el pelado?, nosotros entregamos pedidos hasta las doce. De nuevo te estás yendo de mambo pelado y encima con este calor... esta vez me niego a ir, ni en pedo me mueven de acá
_ Acá tenés el vuelto, Lucio.
_ Lucas.
_ ¿Qué dijiste? – preguntó el jefe.
_ Que soy Lucas, no Lucio.
_ Bueno, más o menos, Lucio, Lucas, Leonardo, con L era. Acá tenés la pizza, es en Vicente López al 2000. Apuráte en ir así después cuando volvés, comés y te podés ir. – dijo rápidamente su jefe.
_ Pero...
_ ¿Qué?
Ya son las doce. No lo voy a hacer”.
_ ¿Este es el último? – preguntó tímidamente Lucas.
_ Sí, dale, movete que la pizza llega fría y no zarandees la caja cuando caminés, que se va toda la muzarella para un lado y después no se puede comer y recibimos quejas. ¡Movete Lucio!
Soy Lucas, pelado botón”.

Capitulo 1 (final)

            Caminó hacia fuera llevando la caja de telgopor, observó la sonrisa del “Gordo” contando una y otra vez la propina. Cuando pasó a su lado su compañero le dijo algo, pero Lucas no lo escuchó, siguió caminando. Trató de hacerlo lo más rápido posible. Era tarde, y quería terminar cuanto antes e irse a casa. A mitad de camino se quitó la gorra y se limpió el sudor de la cara con el pañuelo que su abuela le había dado esa misma tarde. En apenas unos minutos se encontraba frente a la puerta del edificio. Tocó el portero dos veces, como siempre lo hacía. La contestación tardó en llegar, volvió a insistir con el timbre y enseguida una voz masculina preguntó...
_ ¿Quién?
De la pizzería”, contestó Lucas, y enseguida la chicha­rra sonó e ingresó al edificio. Se extrañó de que la puerta no estuviera cerrada con llave, tampoco le gustó que el hall del edificio no tuviera mucha luz, pero siguió su camino. Encontró el ascensor de servicio al final del pasillo y subió hasta el 5° “B”. Lucas trataba de no usar nunca los ascensores principales, prefería los de servicio. El edificio estaba en completo silencio, apenas si se escuchaban algunos televisores encendidos. El ruido seco del ascensor al frenar lo sobresaltó. Salió a oscuras e intentó buscar sin suerte un interruptor de luz. Caminó a tientas por el pasillo, teniendo como único referente la luz del ascensor, que sólo marcaba unas tenues y largas líneas de luz sobre el piso. Sólo se oía el ruido de sus pasos, rebotando contra las paredes; un súbito escalofrío recorrió su cuerpo. Sin saber por qué, algo lo inquietaba. Tal vez era la sensación de estar en un pasillo a oscuras, pero ya había pasado por esa situación, no, no era eso, era otra cosa. Dio unos pasos más y finalmente se topó con la puerta. Sus dedos se movieron en busca del timbre,  pero no pudo encontrarlo. Entonces decidió dar dos golpes secos a la puerta. Nadie contestó. Quedó en silencio y pensó en retirarse. Pero la voz desde adentro lo detuvo.
_ ¿Quién es?
_ De la pizzería.
            El hombre tardó un instante más en abrir. El ruido de los cerrojos hizo eco por todo el edificio. Antes de hacerlo preguntó si estaba solo, Lucas con­testó que por supuesto, que siempre iban solos. El hombre abrió la puerta y despareció detrás de ella. Lucas entró. Luego escuchó cómo se cerraba la puerta a sus espaldas. La situación lo había empezado a incomodar. Giró su cabeza y descubrió como el hombre lo miraba fijamente. Luego, con una mano, le indicó que dejara la pizza sobre una pequeña mesa ratona que había en la habitación. Lucas caminó unos pasos, apoyó la caja de tergopol sobre la mesa, la abrió y sacó la pizza. Luego la cerró y quedó parado, sin moverse, mirando al hombre, esperando que le pagara. Era bajo y regordete, estaba sin afeitar, con una barba semicrecida y tenía el pelo desprolijamente peinado hacia atrás. Llevaba puesto un pantalón de vestir negro, una camisa blanca de mangas cortas, y unos zapatos marrones que parecían de cocodrilo. A Lucas le gustaron. En su mano derecha tenía encendido un habano. El hombre no hablaba. A Lucas lo ponía siempre incómodo que los clientes no lo hicieran... pensó que sería bueno romper el silencio...
_ Con este calor no se puede estar en la calle, ¿no?...
_ Enseguida te pago... ¿cuánto es?
_ Siete pesos.
Esa mirada exigía respeto, su rostro tenso demos­traba rudeza. La mano de dedos gordos aferrando el habano. La falsa simpatía del repartidor no le había hecho efecto. Caminó y desapareció por un pasillo. Caminaba torpe­mente, como si tuviera una pierna más corta que la otra. Lucas lo siguió con su mirada y luego decidió esperarlo pacientemente. Había mucha gente que no le gustaba que los repartidores entraran a la casa, pero Lucas estaba acostumbrado a esas reacciones.
La sensación de incomodidad seguía en Lucas, para tratar de pensar en otra cosa, y mientras lo esperaba le dio un vistazo a la habitación. Era pequeña, con una ventana con la persiana baja. Estaba toda llena de caballetes y cuadros. Algunos colgaban en las paredes, otros estaban en el piso, o apilados en un rincón. Paisajes y retratos. La geografía se completaba con un par de sillas, algunos trapos sucios sobre el respaldo, la mesa ratona, latas chorreadas de pintura seca de distintos colores, llenas de pinceles de diferentes tamaños, y, a la izquierda, una puerta entreabierta que daba a un baño. El hombre con gusto había improvisado un atelier. Sobre una de las sillas había un retrato, parecía el rostro de una mujer. Lucas se acercó para verlo de cerca, ese rostro le hacía recordar al de su madre. Los cabellos castaños, la sonrisa. Los ojos llenos de vida, las pestañas largas, el color rosado de las mejillas. Sí, era muy parecida. Y repentinamente tuvo el impulsó de disfrutar la pintura más de cerca. Su mano lentamente acarició primero el cuadro, y luego lo levantó, mientras la sonrisa se acercaba cada vez más. Al principio no se dio cuenta, sólo disfrutaba la imagen, pero luego la extraña sensación de inseguridad lo volvió a colmar, y su mirada se movió del cuadro, y se posó nuevamente en la silla, y ahí lo vio por primera vez. El ceño se le frunció, las piernas se le ablandaron. El revólver reposaba en la silla. Y entendió que, tal vez la extraña, sensación que había sentido desde un comienzo, era miedo. Nunca había visto un revólver en su vida, pero no era eso lo que le preocupaba...
_ ¿Tenés cambio de 50?
            El sonido de la voz desde la otra habitación. Fue como si alguien le hubiera asestado un golpe en la mano para que se abriera. La pintura parecía caer en cámara lenta, como sus gotas de sudor. A sus espaldas, Lucas escuchaba los pasos descoordinados acercándose. ¿El hombre llegaría antes de que el cuadro cayera? ¿El arma quedaría descubierta? Lucas vio la sombra acercarse más y más y retrocedió, mientras el cuadro seguía su recorrido. En el momento en que los dedos gordos aferraban el marco de la puerta, como por arte de magia, el revólver quedo tapado como si nunca nadie lo hubiera descubierto, Lucas dio unos pasos hacia atrás velozmente y se quedó pensando... “¿Por qué seré tan curioso?, ¿por qué siempre hago lo que no hay que hacer? Tranquilo, tranquilo que no pasó nada.
            El hombre apareció agitando un billete de $50, miró fijamente a Lucas, quien no hacía nada, ni siquiera se movía. Lo único que escuchaba era el latir de su corazón. Pensó que lo delataría como un cuento que había leído el año anterior en la secundaria, “El corazón delator” de Poe. “Ahora el tipo se da cuenta de lo que hice, corre hasta la silla, levanta el cuadro y antes de que yo pueda hacer algo, antes de que le pueda decir que no hice nada, toma el revólver, me vacía el cargador en el pecho y mientras quedo tirado en el suelo, él se come la chica de palmitos con una enorme sonrisa...
            El hombre miró directamente a los ojos de Lucas, observó cómo ese rostro había cambiado y comenzó a preguntarse si algo andaba mal.
_ Nene...¿me escuchaste?
“¿Qué le digo, si le contesto alguna pavada soy historia. Calmate, la gente tiene armas en su casa para defenderse. No pasa nada, está todo bien ”.
_ Si. – dijo en voz baja y mirando el piso Lucas.
_ Bueno...¿te vas a cobrar o la pizza es gratis? – preguntó el hombre.
_ No.
_ ¿No qué?
Lucas levantó la cabeza y lo miró, su corazón se había calmado, pero no sabía muy bien qué responder.
_ ¿Es gratis?
Para él fue la contestación más inadecuada para el momento que estaba viviendo, pero el hombre estalló en una carcajada y dijo...
_ Tenés sentido del humor, cobrate $10 y quedate con el vuelto.
_ Tengo cambio, no hace falta. – se apuró en contestarle.
Por primera vez desde que trabajaba en la pizzería como repartidor, rechazaba una propina, ni siquiera las jubiladas habían logrado ese milagro. Pero ahora lo único que tenía en mente era salir corriendo de ese lugar y cuanto antes... Metió la mano en su bolsillo, torpemente le dio cuarenta pesos y nervioso comenzó a contar las monedas, para darle el resto del vuelto.
_ No te hagás problema por la plata, la propina nunca debe ser rechazada, si no el cliente puede pensar que tenés algo en contra de él.
_ ¿En contra de usted?, no, por favor, el cliente siempre tiene la razón...– Lucas intentó sonreír, pero sólo le salió una mueca extraña. El hombre entendió que eso era una sonrisa y le devolvió una mucho más cordial. Lucas continuó su tarea sin perder un segundo, y devolvió las monedas a su bolsillo. Tomó la caja de telgopor, dio media vuelta y sin despedirse caminó hacia la puerta. “Muy bien, ya te estás yendo y no pasó nada. Despacito, paso a paso como diría Mostaza”. Cuando su mano se apoyó sobre el picaporte, sintió una sensación de alivio en todo su cuerpo. Ya se sentía afuera. Lo giró y cuando intentó abrir la puerta, la mano del hombre cayó sobre la suya. Quedó congelado, podía sentir la respiración agitada sobre su nuca, y la presión de esa mano, que podía aplastar la suya...
_ ¿Qué hacés? – le recriminó.
Debía decir algo inteligente y rápido, debía evitar que este hombre se enfureciera y ...¡pronto!
_ Me voy.
Su contestación fue apagada y también poco inte­ligente, pero sí muy rápida. El hombre lo apartó y abrió con sumo cuidado la puerta, observó que el pasillo estuviera vacío y lo dejó ir. Lucas no miró hacia atrás, apenas escuchó al hombre despedirse, pero no contestó. Caminó hasta el final del pasillo. Todo su cuerpo le pesaba, apenas podía mover las piernas, pero trató de moverse lo más rápido posible, para salir cuanto antes de ahí. El ascensor todavía lo estaba esperando, abrió las puertas con dificultad y se metió dentro. Apoyó su cabeza contra el vidrio, tocó planta baja, su mano todavía temblaba. Se miró al espejo, sus cabellos negros estaban húmedos y casi le cubrían los ojos, se los apartó de la cara...
Estaba completamente pálido.